jueves, 19 de abril de 2007

Cap. 1. NOBLEZA Y ARETÉ


“Entre los griegos no hay concepto alguno parecido a nuestra conciencia personal”.
Con esta frase de este capítulo hemos de comenzar para poder entender algo de este libro, preámbulo indispensable de esta magna obra.
Posiblemente esa frase destacada debería figurar cada vez que alguien intente leer o informarse de la Grecia antigua. Con esa frase podríamos concluir y cerrar el libro. Porque con esa frase sabemos que poco o nada vamos a entender.
Habría que dar un salto en nuestra propia mente, hacia posiciones superiores, para muchos difícil, para otros imposible, y situarnos en un lugar que nos permita no ya hablar del tema, sino entender algo de lo que sucedió allá, y que ha condicionado para siempre nuestro mundo occidental.

“El hombre ordinario no tiene areté”.

Otra frase clave para ir situándonos en el centro de la cuestión. La areté es un signo de distinción, si no el mismo signo de distinción por excelencia, entre los iguales. Es pues la distinción de la propia aristocracia, expresión procedente de la misma areté, que a su vez incluye la misma raíz Ar, de Ario, el nacido dos veces, según la tradición hindú.
Así pues, la areté era el sistema de virtud y honor de esa clase étnica, procedente de un mismo lugar, establecida en Grecia, y que fueron transmitiéndose entre ella misma de generación en generación. “Ideal definido de hombre superior, al cual aspira la selección”.
Pero para que esa pureza no decaiga, como evidentemente acabó sucediendo al cabo de los tiempos, era necesaria la paideia, o sistema de educación tradicional de los griegos, y un fuerte fundamento en su contenido: Todo estaba basado en la vivencia de la areté. De esta manera volvemos a insistir en la gran dificultad para que cualquier persona del mundo actual pueda llegar a entender algún día algo sobre la Grecia antigua. Pero ya puestos, prosigamos.

“Los hombres aspiran al honor para asegurar su areté”.

Lo que indica que la nobleza heredada no era suficientes sino que constantemente se debía mantener, en una actitud continua, buscando siempre la lucha y la victoria, no siempre como un vencimiento físico hacia el adversario, sino por el mantenimiento de un talante, una forma de estar en este mundo. La relajación de este procedimiento en el transcurso del tiempo causaría el olvido y la pérdida de la esencia que nos llevaría a las épocas de ignorancia, cada vez más acentuada, de los siglos posteriores.

“La sed de honor era en ellos simplemente insaciable, sin que ello fuera una peculiaridad moral característica de los individuos… Es natural y se da por supuesto que los más grandes héroes demandan cada vez un honor más alto”.

Seguimos en esa línea de no poder entender con la mente actual cómo se puede demandar cada vez un honor mayor sin que exista la personalidad tal y como se entiende hoy.

“Los dioses de Homero son una sociedad inmortal de nobles”.

Podría ser éste el fundamento de un razonamiento que nos permitiese empezar a captar cómo la forma de vivir de los griegos estaba totalmente ligada a los dioses, y cuyo límite entre lo divino y lo humano resulta difícil de separar, incluso desde el punto de vista histórico. Sabemos que Aquiles era hijo de una diosa, y si lo sabemos nosotros, porque así nos ha llegado (aunque con la mente actual todo el mundo cree saber que eso es imposible), imaginémonos qué supondría eso para los griegos de la época. Era pues muy difícil saber dónde acababa el límite divino y comenzaba el humano, y además, en esa interrelación surgía el concepto del héroe, mitad hombre mitad dios.

“El reconocimiento de la soberbia como una virtud ética resulta extraño a primera vista para un hombre de nuestro tiempo… La soberbia resulta ser la sublimación de la areté, pero también resulta ser lo más difícil para el hombre”.
Entonces habría que decir que consideramos soberbia a una actitud de un hombre, y si esa soberbia que conocemos hoy es manifiestamente reprobable para toda persona que se considere correcta, no nos queda más remedio que entender que los griegos serían manifiestamente diferentes a los hombres actuales. La soberbia de Aquiles sería así algo justificado de un valor espiritual que el mundo actual desconoce.

“El yo no es el sujeto físico, sino el más alto ideal del hombre que es capaz de forjar nuestro espíritu y que todo noble aspira a realizar en sí mismo. Sólo el más alto amor a este yo en el cual se halla implícita la mas alta areté es capaz de apropiarse de la belleza”.
No se trataría pues del yo tal como hoy se entiende sino del mismo Ser que preside todo acto y todo pensamiento de un hombre superior, y que por tanto le une a la divinidad y le hace dios por eso mismo. Por lo tanto quizás tampoco se trataría de un ideal sino de una realidad del momento. Conquistar la belleza es la constante griega. Y ello es, renunciar al dinero, a los bienes y a los honores, para defender a sus amigos. Renunciar a la vida misma si se tercia. Preferir vivir poco pero heroicamente en vez de mucho tiempo de manera insignificante. Estamos pues ante la concepción no de otra idea de hombre, sino de otro hombre en su totalidad. Su existencia en la tierra fue gracias a la supervivencia proveniente de otros lugares. No se crearon a sí mismos desde la nada, sino que venían del norte mítico, de Hiperbórea. Y ese recuerdo se transmitiría en forma de un proceso iniciático, que en un principio sería algo mucho más natural, incluso casi con la misma manera de nacer en cuna noble. El mantenimiento de ese recuerdo de la divinidad, presente en sus sangres, era como un tesoro que podía perderse, por eso se hacía necesario el mantenimiento severo de esa areté, de esa manera de vivir. Por eso podían morir tan fácilmente y con tanta alegría, porque aunque no recordasen en su memoria física su eternidad divina, habían sido educados para no temer a la muerte, y para morir alegremente un poco cada día, en cada gesto, en cada actitud. Y es porque ese pequeño ego tan actual para nosotros, desparecía (si es que en algún momento llegó a sacar cabeza) en los primeros instantes de su acceso como hombres adultos. Y en esa pugna y convivencia entre dioses y héroes, se llegaba a decir que aquéllos envidiaban a éstos porque el héroe, sin saber que era inmortal, daba felizmente la vida, hecho ante el cual los mismos dioses reconocían al mismo héroe como alguien superior a ellos. Aquella realidad griega nos hace sospechar que no fue el hombre quien inventó a sus dioses, sino que irremediablemente fueron los dioses quienes bajaron para ser hombres. Ninguna mente meramente humana habría sido capaz de montar tal tinglado tan milimétricamente congruente y difícil de captar hoy con todos los medios científicos que tenemos al alcance. El reconocimiento del honor de un guerrero, lejos de ser un capricho o una banalidad, expresaba por parte de aquellos que lo reconocían también un alto honor. Y la soberbia por parte de los más elevados héroes era una exigencia hacia los demás para superarse aún más altamente, si cabía, junto a aquel que hacia la demanda. De ahí vendría la humildad entre caballeros, reconociendo siempre a alguien por encima de uno mismo, poniendo de manifiesto de esa manera la propia grandeza, expresión que queda reflejada en épocas posteriores con la famosa frase “que buen vasallo si hubiese buen señor”, manifestando que aunque el superior no lo mereciera, el de grado inferior en la escala jerárquica estaba denotando una superioridad espiritual. Podríamos acabar con una frase definitoria de la belleza griega:
“Preferir vivir un año sólo por un fin noble, que una larga vida por nada”.